jueves, 30 de abril de 2015

Entre hijos, amigas y hormonas

Justo frente a mi hay una pared llena de cuadros valiosísimos por el nombre de los artistas que los firman. Los veo bien, los estudio minuciosamente y no sé exactamente en qué corriente pictórica ubicarlos. Sólo sé que están marcados por una infancia tranquila, apacible y, a reserva de lo que sus autores opinen, feliz.
Se trata de algunos dibujos que me hicieron Daniel y Lucía cuando eran pequeños, que por supuesto yo mandé enmarcar y hoy ocupan un espacio importante al alcance de mi vista. En todos puedo leer: "Para mamita", "Para mamá", "Te quiero mucho ma". La verdad es que no sé si llorar o sonreír. Han pasado más de 17 años y yo insisto en verlos como "mis niños". Lucía tiene 22, es una mujer con todas las de la ley. Daniel tiene 24 y, aunque a regañadientas sacó su cartilla militar, es un hombre con todas las de la ley también.
Bajo unos centimetros la mirada y me encuentro un librero en el que adelante de cada pila de libros pululan fotografías de ellos: Daniel solo, Lucía pegada a mi, Daniel y Lucía abrazándose y resguardándose del pavaroso frío canadiense un invierno, Lucía sonriendo.
Me llama la atención una fotografía mía  vestida con un traje de bailarina rusa. Es una foto de un día del niño en el que había bailado en el teatro una coreografía escolar. Me veo sonriendo muy orgullosa y al ver la seguridad con la que posaba para la cámara me pregunto si mi mamá me habrá querido tanto como yo amo a mis hijos. Seguramente sí. No creo que haya una mamá que no quiera a sus críos de la forma en la que las madres sabemos amar. Me gustaría recordar si Olga, mi mamá, me habrá dicho todas las cosas lindas que yo le digo a Lucía y que le ensanchan la autoestima y le hinchan el corazón.  Sí me las debe haber dicho pero tal vez no con la certeza con la que yo les digo a mis hijos que son mi máxima pasión.  Éramos demasiados hermanos y no se estilaba tanto apapacho verbal. Y creo que sí me las dijo porque aunque eran otros tiempos (sí, típica frase abuelezca) yo puedo afirmar que no tuve mayores encontronazos en mi infancia más que los típicos de una familia numerosa, la bicicleta con una llanta ponchada y el eterno pleito por quererme ir siempre adelante en el auto cuando mi mamá manejaba. El mayor acto de violencia del que fui víctima fue un globo de agua que se rompió en mi cabeza. 
Han pasado muchos años, décadas incluso, desde que dejé atrás mi niñez. Hoy gozo aún la infancia de mis hijos, francamente no tengo muchos recuerdos de la mía. Pero además de recordar con una sonrisa en el corazón la niñez de mis hijos, disfruto mucho las conversaciones con mis amigas y uno de mis mejores regalos cotidianos es reírme a carcajadas cuando nos comunicamos a través de los chats que nos regala la modernidad de las comunicaciones telefónicas.
Escribimos sin pudor, nos reímos como chiquitas y nos quejamos de los vaivenes de nuestras hormonas que en cierto modo nos han convertido en sus cuasi esclavas. ¿Cosas de la edad? Yo diría que de la naturaleza.