sábado, 25 de septiembre de 2010

Daniel creció y se va

Cada vez que lo veo entrar y salir de su recámara, de la cocina, del estudio, pienso en su niñez, en su adolescencia y en sus casi 20 años. También pienso en mi, en lo difícil que fue el embarazo, en lo maravilloso que fue su nacimiento, en lo complejo de su niñez -como lo es la de cualquier niño que es primogénito y sus papás obviamente no tienen experiencia en esto de la crianza-, en su mundo, en su ternura y en lo sola que se va a quedar su habitación dentro de tres días y sus cuatro noches. "Nuestro güero", como le decimos de cariño Lucía y yo, se va a estudiar la universidad al extranjero. Lo escribo con mucho desenfado pero el corazón se me oprime y los recuerdos revolotean agitadamente en mi cabeza cuando lo pienso.
Mi vida cotidiana con Daniel ha sido toda una experiencia. Como buena relación madre-hijo, ha sido de mucho amor, pero a veces -y ojalá no se malinterprete- de enojo. Eso de tener que recordarles a los hijos que se levanten temprano o que se peinen, a los 15 años... no es muy grato. Aunque me pregunto porque las mamás somos tan metiches y no los dejamos en paz.
Con Daniel he aprendido mucho, muchísimo. Su llegada al mundo transformó radicalmente el mío. Con él aprendí lo difícil y divertido que es ser mamá. ¡Eso de correr al hospital al primer estornudo!
A los cuatro años le dio apendicitis y cuando llegó a su cuarto después de la cirugía, fue cuando su madre revivió. Lo suyo lo suyo no es la natación y lo llevé diario, durante cuatro años a practicarla. Desde siempre ha cuidado y defendido su espacio como un guerrero. Tiene una vida interior tan intensa que ya la quisiera yo un domingo de descanso. Es ingenioso, chistoso, ocurrente, cálido, pero sobre todo es mi hijo.
Fui de las mujeres afortunadas que se pudo quedar en casa a cuidar y criar a sus hijos. Nunca acepté un trabajo con horario y jefe. Desde que empezó mi vida laboral casi siempre fui free lance, hasta que me vi obligada -por cuestiones personales- hace tres años a aceptar una oficina lejos de casa.
Tuve el privilegio de ver crecer a Daniel, me enojé con los maestros de la escuela por Daniel, salí desesperada un domingo a las nueve de la noche a buscar una cartulina para la tarea de Daniel. Viajar con él siempre es un verdadero festín porque, al igual que su padre, tiene la opción perfecta, conoce los caminos, lleva mapas, selecciona deliciosos lugares para comer.
Ay Daniel, ¿sabrás lo que siento? Lo triste que voy a estar sin tus enormes ojos verdes y azules -de acuerdo al color de tu ropa- mirandome con atención cuando platicamos.
Durante muchos años su obsesión fueron los aviones y los aeropuertos. Su papá lo llevaba todos los fines de semana al de la ciudad de México y eso contribuyó a que supiera de memoria horarios, rutas, origen de los vuelos, llegadas y salidas. Su siguiente obsesión, después de un viaje a Paris, fue el metro de la ciudad de México. Creo que lo conoció como nadie. Visitó las estaciones más lejanas y peligrosas. Esas cosas lo hacían feliz. Increíble y hasta absurdo pero la siguiente obsesión fue conocer y saber la ubicación de todas las cafeterías VIPS del DF.  Sobre las calles de la ciudad de México sabía todo. Estudió concienzudamente la Guía Roji y fue un excelente copiloto.  De hecho, nunca siento miedo de perderme en la ciudad porque sé que solamente le llamo a su celular y llego a mi destino sin problema.
Ay Daniel ¿sabrás lo mucho que ya te estoy extrañando y en este preciso momento estás sentado junto a mi viendo mapas de Toronto?
Desde hace tres años mi relación con Daniel ha sido cada vez mejor. Creció, maduró, entendió las decisiones que yo he tomado en la vida por mi, por él y por Lucía y creo que se ha solidarizado amorosamente con ellas, aunque también sé que le han dolido en lo más profundo del alma.
Nos reimos mucho, nos burlamos de la vida juntos, hablamos de cosas "serias" y siempre, siempre terminamos riéndonos. Por supuesto que también peleamos y me enojo. Él no. No se enoja, tampoco critica. Se ríe. Yo sigo enojada y él evitando quedarnos con un sabor amargo en la boca.
Daniel es un ser humano simplemente hermoso y lleno de recursos para salirse con la suya, en el buen sentido de la frase. Desde siempre supo que se iría al extranjero a estudiar la universidad y sí, ya se va. Su siguiente parada es una de las mejores.
Te quiero Daniel y sobre todo te admiro por la tenacidad con la que llegas a tus metas.
Es cierto que ya no te voy a ver todos los días, pero sabes que cuentas conmigo y esté donde esté, siempre tendrás un espacio en mi casa. Mi corazón y mi amor materno siempre estarán junto a ti.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Recuerdos

Escribir es desahogarse. Es desnudar el alma con el pudor que nos autoimponemos al leer nuestros propios textos y eliminar palabras, cambiar frases, inventar nombres y personajes.
Mi viaje de hoy es sobre los recuerdos.
Hace dos días, en una fiesta que organizamos para celebrar mi cumpleaños me reencontré con mi historia personal de los años 70. Amigos de preparatoria con sus parejas, otros con sus divorcios a cuestas, todos con sus hijos en el corazón. Cuando salí de regreso a casa, una película de mi vida atrajo mi atención durante los 10 minutos previos a que me detuviera el alcoholímetro. Lo que es la vida: el alcoholímetro detiene a todos los coches en Altavista y Revolución. Desconozco si esto sucede en toda la ciudad o solamente en los puntos estratégicos  donde pululan jóvenes alcoholizados, pero no sentí ni un gramo de miedo. ¿La edad? Tal vez, pero venía tan absorta en mis recuerdos que me detuve sin pensar siquiera lo que estaba sucediendo. No traía un mililitro de alcohol en la sangre, bebí solamente agua. Eso, sin duda, ayudó.
Pasado el retén antialcohol regresé a mi vida a los 16 años. Segundo de preparatoria, amiguera, sociable, moderna, noviera (muuuy) y queriendo comerme al mundo en dos tiempos. Era demasiado independiente para el gusto de mis papás, pero a pesar de ello no tuvieron nunca quejas de mi. Tenía buenas calificaciones, conocían a mis novios, llegaba a la hora que me indicaban, dejaba siempre en orden mi recámara, pero también hacía trampas. Con la complicidad de uno de mis hermanos me escapaba con el galán en turno. A mis padres les decíamos que íbamos juntos a una fiesta.  Pero no. Nos separábamos y nos encontrábamos nuevamente a las 12 pm en el viejo Denny´s que estaba en la colonia Del Valle para regresar a la casa.
Siempre fui mejor amiga de mis hermanos que de mis hermanas. De hecho con ellas peleaba mucho. No compartía su manera de vivir. Eran demasiado tradicionales para mi gusto. Invitaban a sus novios a cenar a la casa prácticamente todos los días, ellas les preparaban la cena y esperaban ansiosas sus telefonazos todo el día. Tuvieron relaciones muy largas y ninguna se casó con el novio de  la juventud.
Mi vida en los 70 era diferente. Yo casi nunca invité a mis novios a cenar a casa, menos aún les preparé la cena. Por supuesto que me cortaba las venas si no me llamaban por teléfono, pero nunca dejé de hacer algo por esperar su llamada. Me divertía mucho con mis amigos, especialmente cuado fui a la universidad, casi a finales de esa década.
De la época preparatoriana guardo muchos, muchísimos recuerdos, y lo mejor es que mis hermanas de hoy pertenecen a ese pedazo de mi historia. Durante esos años tuve al primer novio en serio, de esos por los que lloré escuchando canciones de Barry White. También descubrí que lo mío, lo mío, eran las ciencias sociales. Me chocaban las clases de pintura, pero las de inglés eran fascinantes porque nos enseñaban todo menos el idioma. Me gustaba poder fumar libremente en el jardín de la escuela. Era como el reconocimiento de los adultos de que nosotros éramos mayores y teníamos permiso de hacerlo.
Las fiestas eran una delicia. Íbamos realmente a bailar. Yo, personalmente, le pedía a mi mamá que me comprara algún vestido para la ocasión y seguramente mis compañeras también ya que todas llegábamos guapérrimas.
Todos estos recuerdos, y más,  se agolparon en el espejo retrovisor de mi coche el viernes por la noche
mientras escuchaba un CD que dejó mi hija Lucía, curiosamente de música de los 70 y 80 interpretada por jóvenes de hoy, salidos de una pegajosa serie norteamericana llamada Glee.
Pensé también en como son y se divierten los adolescentes mayores que hoy tienen entre 17 y 20 años. Creo que no de manera muy distinta que nosotros, solamente que nosotros teníamos muchas más restricciones que ellos. Pero en algo les ganamos: no había alcoholímetro.