domingo, 31 de octubre de 2010

Lucía cumple 18 años

Finalmente llegó el tan ansiado día. Primero fueron los terribles dos, después llegaron los maravillosos ocho, luego los 12, la ansiada fiesta de 15 y ahora 18. Lucía cumplió 18 años. Ya es mayor de edad y su madre también sigue creciendo, aunque a veces quisiera robarle a su hija cinco minutos de madurez, ocho centímetros de cordura y 12 pulgadas de  constancia. Así es Lucía: disciplinada, comprometida, madura, yo le pediría que fuera un poco más desenfocada. Tal vez porque yo pierdo el foco cada cinco minutos. Lucía, mi Lucía hoy es una ciudadana más de este impredecible país. Ella sabe lo que sucede en México, en las calles de nuestras ciudades. Sabe que hay desempleo, que la pobreza y el narcotráfico se pelean por un pedazo de territorio y que apenas mataron a unos jóvenes de su edad en un autolavado en Tepic.
Lucía ama a México y desde que tenía nueve años de edad escribía textos escolares relacionados con niños mexicanos. Hoy la veo, la escucho, la observo, tal vez sin que ella se de cuenta, y la admiro profundamente. Ojalá y supiera cuanto. Muchas mujeres de mi edad se hubieran sentido orgullosas de haber sido admiradas por sus mamás. Yo la primera. Lucía cumple 18 años y se dice fácil pero para mi es motivo de muchos sentimientos encontrados. Todavía la recuerdo aprendiendo a nadar tomada del cuello de su papá; jugando a ser avión de la mano de Daniel; llorando en la noche por un fuerte dolor de estómago o parada en silencio junto a mi cama temerosa de los monstruos que habitaban abajo de la suya.
Cómo olvidar el día que le puse las gotas del oído en la nariz y viceversa. Corrimos al hospital, pero no pasaba nada, de acuerdo a su pediatra. También me acuerdo cuando cantó, junto al coro de su escuela, el Himno Nacional en el Palacio de Bellas Artes. Tampoco olvidaré el día que llegué por ella a la salida del colegio y me estaba esperando la Directora en la puerta. Cuando me vio llegar solamente alcanzó a decirme: señora Huacuja no se preocupe, Lucía está bien no fue nada. Desesperada entré a la escuela para encontrarme a Lucía con la mitad de la cara destrozada. Un niño sin querer le puso el pie y mi hija se cayó sin poder siquiera meter las manos.  Siempre voy a tener en la memoria las entradas y salidas del hospital con ella, tres o cuatro operaciones, que más da.
Hoy está aquí, conmigo, llena de 18 años, proyectos, locuras, logros, tristezas y amigos, muchos amigos. Un hermano lejos pero que la ama, un papá que la adora, un novio que le trae flores -aún existen- y yo, su orgullosa madre que tiene el privilegio de abrazarla y salir a la misma hora que ella todas las mañanas. Diariamente, muy temprano, salimos del garage una detrás de la otra y dos semáforos adelante cada quien toma su camino, ella a la escuela y yo a trabajar.
Lucía: me pregunto si sabrás cuánto te quiero y todo lo que le has regalado a mi vida. Desde chica fuimos siempre muy compañeras, no amigas. No creo en la amistad entre padres e hijos. Creo en la confianza, en la comunicación, en el respeto, en la palabra, pero yo no puedo ser tu amiga. No te contaría los males que me aquejan y que hacen que me duela el alma. No arriesgaría tu seguridad y estabilidad emocional con mis achaques y confusiones sentimentales, amorosas, económicas. No, el adulto soy yo y como lo que soy tengo que resolverlos. Tampoco puedo ser tu amiga porque no aspiro a que me cuentes tus intimidades. Esas son tuyas y de las amigas a quienes consideras tus hermanas del alma.
Ya tienes 18 años, ya eres una ciudadana con todas las de la ley. Una licencia de manejo y tu credencial para votar son ahora tus tarjetas de presentación. Yo puedo decir simplemente que cumplí mi misión, o por lo menos esta primera etapa de mi tarea materna. Dicen que entre más grandes son los hijos, más grandes son los problemas. Yo no lo he vivido así. Al contrario, entre más crecen, más contenta me siento de haberlos armado de seguridad, tranquilidad, confianza en ustedes mismos, respeto por los demás. Creo que el mapa del camino ya está trazado, solamente tienes que empezar a caminarlo, como lo hizo Daniel. Se lo dje a él y ahora te lo digo a ti Lucía: sabes que puedes contar conmigo siempre.

domingo, 17 de octubre de 2010

Extraña noche neoyorquina

Desde el momento en el que supe que Wynton Marsalis estaría en México, la adrenalina no dejó de recorrerme ni un momento. Cada milimetro de mi cerebro, cada célula de mi organismo, cada instante de esta semana, fue invadido por las noches de jazz y blues en Nueva York.
Llegó el gran día y, como siempre que me invaden los recuerdos, las lágrimas se agolparon en mis ojos y me fui en un extraño viaje al pasado, estuve en el presente y me visualicé en el futuro.  Sin duda la noche de Marsalis fue algo diferente para mi. Recordé la primera vez que estuve en Nueva York, hace más de 20 años, y aquellas fiestas de negros, jazz y blues.
Entre aquellos recorridos nocturnos no podía faltar el célebre Blue Note, en donde escuché por primera vez a uno de los hermanos Marsalis. Son más de tres y todos geniales, hijos de músico nato y extraordinario.
Pero más que verlo nuevamente en vivo después de toda una vida, hijos, divorcio y demás, escucharlo fue un homenaje a mi pasado, a un pedazo de mi historia del que nunca me quiero desprender.
Sin duda Nueva York es mi ciudad favorita. Ese pedazo del planeta, al que visito cada año, me visitó hoy a mi por un par de horas. En un parpadeo me bajé del metro, caminé por Central Park, visité temerosa Harlem y me tomé una cerveza irlandesa en el famoso Oak Bar. Recorrí Washington Square, cené en el River Cafe,  me tomé un té en el Village y caminé sin parpadear por las calles de Broadway acompañada de Daniel y Lucía. Aún más, miré asombrada las Torres Gemelas abrazada por mi ex marido y recordé aquella noche de julio de 2001 cuando cenamos en un restorán tailandés dentro del World Trade Center sin imaginarnos que meses después sucedería la tragedia que marcó para siempre a la ciudad de Nueva York y a todos los que la amamos hasta de manera enfermiza.
Cómo no iba a conmoverme hasta el tuétano el concierto de Marsalis en mi eternamente en construcción odiada y amada ciudad, si este icono del jazz y del blues tiene la capacidad de llevarme al pasado al ritmo de la música de Duke Ellington, al compás de las notas de una canción de Satchmo o de la deliciosa voz de Nat King Cole.
Con una muy agradable compañía y rodeada de viejos amigos a quienes les pasó lo mismo que a mi al ver anunciado el concierto de Marsalis, escuchamos Bulerías al ritmo de Nueva Orleans, fuimos testigos de un duelo entre un bailaor y un negro que movía los pies al ritmo del tap mejor que nadie, escuchamos música latinoamericana desde el ángulo que nos regala un buen jazzista y lo mejor fue escuchar El sinaloense bajo la sonriente mirada de Wynton. Que noche. Que maravilla mi ida y regreso de Nueva York en dos horas y media. Mi mejor regalo del año.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Daniel creció y se va

Cada vez que lo veo entrar y salir de su recámara, de la cocina, del estudio, pienso en su niñez, en su adolescencia y en sus casi 20 años. También pienso en mi, en lo difícil que fue el embarazo, en lo maravilloso que fue su nacimiento, en lo complejo de su niñez -como lo es la de cualquier niño que es primogénito y sus papás obviamente no tienen experiencia en esto de la crianza-, en su mundo, en su ternura y en lo sola que se va a quedar su habitación dentro de tres días y sus cuatro noches. "Nuestro güero", como le decimos de cariño Lucía y yo, se va a estudiar la universidad al extranjero. Lo escribo con mucho desenfado pero el corazón se me oprime y los recuerdos revolotean agitadamente en mi cabeza cuando lo pienso.
Mi vida cotidiana con Daniel ha sido toda una experiencia. Como buena relación madre-hijo, ha sido de mucho amor, pero a veces -y ojalá no se malinterprete- de enojo. Eso de tener que recordarles a los hijos que se levanten temprano o que se peinen, a los 15 años... no es muy grato. Aunque me pregunto porque las mamás somos tan metiches y no los dejamos en paz.
Con Daniel he aprendido mucho, muchísimo. Su llegada al mundo transformó radicalmente el mío. Con él aprendí lo difícil y divertido que es ser mamá. ¡Eso de correr al hospital al primer estornudo!
A los cuatro años le dio apendicitis y cuando llegó a su cuarto después de la cirugía, fue cuando su madre revivió. Lo suyo lo suyo no es la natación y lo llevé diario, durante cuatro años a practicarla. Desde siempre ha cuidado y defendido su espacio como un guerrero. Tiene una vida interior tan intensa que ya la quisiera yo un domingo de descanso. Es ingenioso, chistoso, ocurrente, cálido, pero sobre todo es mi hijo.
Fui de las mujeres afortunadas que se pudo quedar en casa a cuidar y criar a sus hijos. Nunca acepté un trabajo con horario y jefe. Desde que empezó mi vida laboral casi siempre fui free lance, hasta que me vi obligada -por cuestiones personales- hace tres años a aceptar una oficina lejos de casa.
Tuve el privilegio de ver crecer a Daniel, me enojé con los maestros de la escuela por Daniel, salí desesperada un domingo a las nueve de la noche a buscar una cartulina para la tarea de Daniel. Viajar con él siempre es un verdadero festín porque, al igual que su padre, tiene la opción perfecta, conoce los caminos, lleva mapas, selecciona deliciosos lugares para comer.
Ay Daniel, ¿sabrás lo que siento? Lo triste que voy a estar sin tus enormes ojos verdes y azules -de acuerdo al color de tu ropa- mirandome con atención cuando platicamos.
Durante muchos años su obsesión fueron los aviones y los aeropuertos. Su papá lo llevaba todos los fines de semana al de la ciudad de México y eso contribuyó a que supiera de memoria horarios, rutas, origen de los vuelos, llegadas y salidas. Su siguiente obsesión, después de un viaje a Paris, fue el metro de la ciudad de México. Creo que lo conoció como nadie. Visitó las estaciones más lejanas y peligrosas. Esas cosas lo hacían feliz. Increíble y hasta absurdo pero la siguiente obsesión fue conocer y saber la ubicación de todas las cafeterías VIPS del DF.  Sobre las calles de la ciudad de México sabía todo. Estudió concienzudamente la Guía Roji y fue un excelente copiloto.  De hecho, nunca siento miedo de perderme en la ciudad porque sé que solamente le llamo a su celular y llego a mi destino sin problema.
Ay Daniel ¿sabrás lo mucho que ya te estoy extrañando y en este preciso momento estás sentado junto a mi viendo mapas de Toronto?
Desde hace tres años mi relación con Daniel ha sido cada vez mejor. Creció, maduró, entendió las decisiones que yo he tomado en la vida por mi, por él y por Lucía y creo que se ha solidarizado amorosamente con ellas, aunque también sé que le han dolido en lo más profundo del alma.
Nos reimos mucho, nos burlamos de la vida juntos, hablamos de cosas "serias" y siempre, siempre terminamos riéndonos. Por supuesto que también peleamos y me enojo. Él no. No se enoja, tampoco critica. Se ríe. Yo sigo enojada y él evitando quedarnos con un sabor amargo en la boca.
Daniel es un ser humano simplemente hermoso y lleno de recursos para salirse con la suya, en el buen sentido de la frase. Desde siempre supo que se iría al extranjero a estudiar la universidad y sí, ya se va. Su siguiente parada es una de las mejores.
Te quiero Daniel y sobre todo te admiro por la tenacidad con la que llegas a tus metas.
Es cierto que ya no te voy a ver todos los días, pero sabes que cuentas conmigo y esté donde esté, siempre tendrás un espacio en mi casa. Mi corazón y mi amor materno siempre estarán junto a ti.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Recuerdos

Escribir es desahogarse. Es desnudar el alma con el pudor que nos autoimponemos al leer nuestros propios textos y eliminar palabras, cambiar frases, inventar nombres y personajes.
Mi viaje de hoy es sobre los recuerdos.
Hace dos días, en una fiesta que organizamos para celebrar mi cumpleaños me reencontré con mi historia personal de los años 70. Amigos de preparatoria con sus parejas, otros con sus divorcios a cuestas, todos con sus hijos en el corazón. Cuando salí de regreso a casa, una película de mi vida atrajo mi atención durante los 10 minutos previos a que me detuviera el alcoholímetro. Lo que es la vida: el alcoholímetro detiene a todos los coches en Altavista y Revolución. Desconozco si esto sucede en toda la ciudad o solamente en los puntos estratégicos  donde pululan jóvenes alcoholizados, pero no sentí ni un gramo de miedo. ¿La edad? Tal vez, pero venía tan absorta en mis recuerdos que me detuve sin pensar siquiera lo que estaba sucediendo. No traía un mililitro de alcohol en la sangre, bebí solamente agua. Eso, sin duda, ayudó.
Pasado el retén antialcohol regresé a mi vida a los 16 años. Segundo de preparatoria, amiguera, sociable, moderna, noviera (muuuy) y queriendo comerme al mundo en dos tiempos. Era demasiado independiente para el gusto de mis papás, pero a pesar de ello no tuvieron nunca quejas de mi. Tenía buenas calificaciones, conocían a mis novios, llegaba a la hora que me indicaban, dejaba siempre en orden mi recámara, pero también hacía trampas. Con la complicidad de uno de mis hermanos me escapaba con el galán en turno. A mis padres les decíamos que íbamos juntos a una fiesta.  Pero no. Nos separábamos y nos encontrábamos nuevamente a las 12 pm en el viejo Denny´s que estaba en la colonia Del Valle para regresar a la casa.
Siempre fui mejor amiga de mis hermanos que de mis hermanas. De hecho con ellas peleaba mucho. No compartía su manera de vivir. Eran demasiado tradicionales para mi gusto. Invitaban a sus novios a cenar a la casa prácticamente todos los días, ellas les preparaban la cena y esperaban ansiosas sus telefonazos todo el día. Tuvieron relaciones muy largas y ninguna se casó con el novio de  la juventud.
Mi vida en los 70 era diferente. Yo casi nunca invité a mis novios a cenar a casa, menos aún les preparé la cena. Por supuesto que me cortaba las venas si no me llamaban por teléfono, pero nunca dejé de hacer algo por esperar su llamada. Me divertía mucho con mis amigos, especialmente cuado fui a la universidad, casi a finales de esa década.
De la época preparatoriana guardo muchos, muchísimos recuerdos, y lo mejor es que mis hermanas de hoy pertenecen a ese pedazo de mi historia. Durante esos años tuve al primer novio en serio, de esos por los que lloré escuchando canciones de Barry White. También descubrí que lo mío, lo mío, eran las ciencias sociales. Me chocaban las clases de pintura, pero las de inglés eran fascinantes porque nos enseñaban todo menos el idioma. Me gustaba poder fumar libremente en el jardín de la escuela. Era como el reconocimiento de los adultos de que nosotros éramos mayores y teníamos permiso de hacerlo.
Las fiestas eran una delicia. Íbamos realmente a bailar. Yo, personalmente, le pedía a mi mamá que me comprara algún vestido para la ocasión y seguramente mis compañeras también ya que todas llegábamos guapérrimas.
Todos estos recuerdos, y más,  se agolparon en el espejo retrovisor de mi coche el viernes por la noche
mientras escuchaba un CD que dejó mi hija Lucía, curiosamente de música de los 70 y 80 interpretada por jóvenes de hoy, salidos de una pegajosa serie norteamericana llamada Glee.
Pensé también en como son y se divierten los adolescentes mayores que hoy tienen entre 17 y 20 años. Creo que no de manera muy distinta que nosotros, solamente que nosotros teníamos muchas más restricciones que ellos. Pero en algo les ganamos: no había alcoholímetro.

jueves, 12 de agosto de 2010

Y ¿cómo decir que no?

"Nunca leas tus correos electrónicos en la mañana" decía el capacitador de un curso que tomé hace un par de días en la editorial. Al momento de escuchar la frase y pensar en lo adictos que nos hemos vuelto a la tecnología, le encontré todo el sentido del mundo a su recomendación.
Inmediatamente me vinieron a la cabeza  los minutos que le robamos al trabajo al dar un click en nuestra bandeja de entrada. El problema se agudiza cuando ésta es la de nuestro correo personal. Que es de la que se trata mi viaje de hoy.
¿Cómo no abrir los ojos y saborear la sorpresa que nos depara un e mail? Personalmente recibo más de 60 correos diarios en mi cuenta de la empresa. Una buena parte,  ¡requiere respuesta inmediata!
Sin embargo, los que realmente me urge abrir, leer y contestar son los que llegan a mis cuentas personales. No poder hacerlo es lo que más frustración me produce porque de alguna manera es no llegar a tiempo a la estación para alcanzar el tren de lo más hermoso de la vida: la comunicación humana plasmada en la pantalla de una computadora.
Durante varios meses me he dado a la tarea de tratar de entender el profundo sentido de los correos electrónicos, la desnudez del alma con la que nos presentamos en las redes sociales como Facebook, Twitter y los sitios electrónicos en donde los solitarios corazones piensan encontrar  a su comodín perdido en la vida amorosa.
¿Cómo no ansiar una tasa de café, temprano en la mañana, para acompañar nuestro arribo a la intimidad cibernética  de un correo electrónico y escuchar con los ojos los lamentos de nuestro recién divorciado amigo;   suspirar frente a las sensuales propuestas de un amante; sentir cómo se nos humedece la mirada al leer las nostalgias de un hijo que vive fuera, o sentir como propias las frustraciones de la hermana que descubrió a su marido engañándola con alguien más?
¿Con qué cara le cerramos los ojos al mundo que nos espera al prender nuestra computadora en busca de hablar y escuchar? que es lo que  muchos hacemos los fines de semana, incluso antes de levantarnos de la cama.
La soledad a la que nos ha llevado la vida en nuestras monstruosas ciudades, en la que tenemos que planear una cita con los amigos a veces hasta con un mes de anticipación, ha convertido al correo electrónico,  a nuestros 20 renglones de espacio en Facebook y a los 140 caracteres que nos regalan en Twitter en nuestros cómplices y mejores antídotos contra la melancolía y el desamparo.
Por dios santo, ¿cómo negarnos a la sinceridad con la que escribimos o leemos un correo electrónico? ¿Con qué cara decimos que no, o dejamos para más tarde, el mensaje que nos informa de la llegada de un e mail en el que sabemos alguien nos espera con ansiosos deseos de una respuesta?
Propongo que en las oficinas, esos escasos metros cuadrados que forman parte de la cotidianeidad,  nos den un par de horas al día para disfrutar de nuestra comunicación cibernética. Aunque pensándolo bien, los mails saben mejor cuando los leemos a escondidas y  bajamos la pantalla con cara de "ufff cuánto trabajo tengo el día de hoy", al ver llegar a nuestro compañero laboral.

viernes, 6 de agosto de 2010

Mis obsesiones de hoy

Cada día que pasa,  surge de lo más profundo de mi corazón una nueva obsesión. La de hoy son mis clases de cocina. Durante los más de 35 días, con sus aburridas noches, que pasé en cama debido a mi hepatitis, recibí la visita de dos hermanas. Pero no cualquier clase de hermanas. Se trata de esas que escogemos en la vida y no que nos impone el archivero genético de la sangre.  Ellas decidieron un sábado venir a cocinar y compartir conmigo y mi hijo Daniel un delicioso espagueti -cocinado en menos de 20 minutos- y una apetitosa ensalada verde que, además de satisfacer el estómago y saciar las tristezas del  alma, despertaron mis deseos de aprender a cocinar.
Trabajo todo el día y lo que menos tengo es tiempo para cocinar. Sin embargo, me di a la tarea de buscar clases de cocina los sábados y las encontré. 
Me pregunto porqué a estas alturas de la vida tengo la necesidad de aprender a cocinar. Durante mis 23 años de casada creo que nunca cociné. Afortunadamente he tenido junto a mi desde entonces, a una maravillosa mujer que lo hace para mi y crió a brazo partido conmigo a Daniel y a Lucía. Les enseñó a comer tortillas, frijoles y, hasta la fecha, les prepara lo que a los chavos se les ocurra.
Mis películas favoritas son las que tienen que ver con comida. Corrijo, más que con comida, con el arte de cocinar. Me parece fascinante comprobar con el paladar, en lo que puede convertirse una pasta empaquetada, una simple mandarina, unos nopales recién pesados en el puesto del mercado o la mezcla de vinagre, aceite de oliva, pimienta, salsa inglesa y un poco de mostaza.
En realidad más que aprender a cocinar por una obsesión, es como si de repente hubiera comprendido la parte emocional de la cocina: la felicidad que puede producir cocinar para otros, compartir con ellos lo que preparamos con nuestras manos, convertidas en herramientas de trabajo culinario por unas horas; paladear, con un buen vaso de vino -vetado temporalmente de mi mesa- lo que los amigos prepararon para compartir una velada con nosotros. 
Cocinar es, en cierta forma, honrar al otro. 
Así como amo escribir libros, dirigir la edición de revistas o ir a comprar un café a Starbucks con mi amiga Teresa para despejarnos de la rutina laboral, cocinar va a ser mi nueva debilidad. Y cuando sola, prepare mis primeros platillos, las invitadas de honor van a ser, obviamente junto a mis hijos, mis hermanas que aquel sábado me enseñaron lo placentero que puede ser picar cebolla, abrir una lata de alcaparras, compartir la receta de una pasta y el crujiente sonido al morder una lechuga.