lunes, 19 de agosto de 2013

El monstruo citadino y un gancho de tejer


Después de un entrañable festejo de cumpleaños organizado por Daniel, Lucía y Rodrigo, mi nuevo hijo, decidí quedarme el domingo en casa, como hace mucho no lo hacía. 
En pijama y con una gran cantidad de estambres rodeándome me quedé en cama,intentando entender paso a paso el tutorial de you tube en el que se explicaba una puntada de tejido a gancho que, finalmente y después de muchos jaloneos con la computadora, aprendí.
Tal cual: ahora tejo. No sé si es culpa de mis amigas, esas guerrilleras de las agujas y los ganchos, que me han empujado hasta este punto o más bien es la edad. Me inclino más por lo segundo. Después de los 50 he entrado en una etapa de recuperación de aquello que antes, cuando era una estudiante universitaria, me chocaba. Fui una detractora absoluta de la cocina y sus menesteres, las manualidades, las atenciones al marido y de todo aquello que oliera a “mujer sumisa, abnegada, cursi, explotada”. ¿Tendrá razón mi amiga Alejandra cuando dice que está segura que malinterpretamos a Simone de Beauvoir y por eso hemos vivido en el conflicto emocional? No lo sé. Lo que sí sé es que disfruté tanto aquellos años como hoy disfruto tejer.  Eso sí, nunca me doblé “frente a la explotación masculina y esas cosas del capitalismo”. Jajaja qué años aquellos.
Otra de mis nuevas obsesiones, además de pasar parte de mi tiempo tejiendo, es mi reconciliación con la ciudad. Este monstruo indomable que, en menos de un parpadeo, puede desquiciarnos o hacernos sentir entrañablemente solidarios con el conductor de al lado, con la señora que cargada de bolsas de mercado le hace la parada a una destartalada Combi que, por supuesto, no se detiene, o con el niño que pega la nariz a la ventanilla del auto vendiéndonos un mazapán.
Hoy, de camino a la editorial, sentí un gran cariño por la ciudad de México. Esta urbe que en cada esquina escupe construcciones y de la que salen automóviles hasta de las alcantarillas. Disfruté cada semáforo en verde, el azul del cielo que se esconde tras negras nubes que pronostican lluvia. Me hizo sonreír el ciclista panadero que, sin el menor recato, se lanzó por avenida Patriotismo en sentido contrario. “Eso solamente sucede en mi país”, pensé.   
Creo que ya me volví tan aburrida que ni siquiera me molestó esperar más de cinco minutos parada como tonta atrás de un camión de basura del que, además del hedor, salían de la radio los gritillos molestos de la desaseada voz de Paulina Rubio, acompañados por supuesto del florido vocabulario de los barrenderos. 
Un joven veinteañero jalando a más de 15 perros de raza fina y tres accidentes leves, fueron mis acompañantes por Reforma Lomas, la majestuosa avenida en la que las desigualdades de México provocan alergia hasta al menos sensible a las vicisitudes de la pobreza.
Ésta es mi amada y odiada ciudad. Éste es el espacio urbano que me ha visto crecer, casarme, tener hijos, divorciarme, ir a la universidad, correr al pediatra al primer estornudo de Daniel o dolor de estómago de Lucía. El DF es mi ciudad.
Hoy me siento reconciliada con este monstruo de contaminación de todo tipo, incluida la delincuencia sindicalizada o no, que nos ha hecho replegarnos y salir lo menos posible de noche o de día porque nos tiene asoleados con su violentas prácticas.
Yo que hace menos de un lustro planeaba irme lejos, creo que ya no lo haría.
Los años y el crochet sin duda me han hecho madurar.