Después de un entrañable
festejo de cumpleaños organizado por Daniel, Lucía y Rodrigo, mi nuevo hijo, decidí quedarme el
domingo en casa, como hace mucho no lo hacía.
En pijama y con una gran cantidad de estambres rodeándome me quedé en cama,intentando entender paso a paso el tutorial de
you tube en el que se explicaba una puntada de tejido a gancho que, finalmente
y después de muchos jaloneos con la computadora, aprendí.
Tal cual: ahora tejo. No
sé si es culpa de mis amigas, esas guerrilleras de las agujas y los ganchos, que me
han empujado hasta este punto o más bien es la edad. Me inclino más por lo
segundo. Después de los 50 he entrado en una etapa de recuperación de aquello
que antes, cuando era una estudiante universitaria, me chocaba. Fui una
detractora absoluta de la cocina y sus menesteres, las manualidades, las
atenciones al marido y de todo aquello que oliera a “mujer sumisa, abnegada,
cursi, explotada”. ¿Tendrá razón mi amiga Alejandra cuando dice que está segura
que malinterpretamos a Simone de Beauvoir y por eso hemos vivido en el conflicto
emocional? No lo sé. Lo que sí sé es que disfruté tanto aquellos años como hoy
disfruto tejer. Eso sí, nunca me doblé
“frente a la explotación masculina y esas cosas del capitalismo”. Jajaja qué años
aquellos.
Otra de mis nuevas
obsesiones, además de pasar parte de mi tiempo tejiendo, es mi reconciliación
con la ciudad. Este monstruo indomable que, en menos de un parpadeo, puede
desquiciarnos o hacernos sentir entrañablemente solidarios con el conductor de al lado, con la señora que
cargada de bolsas de mercado le hace la parada a una destartalada Combi que,
por supuesto, no se detiene, o con el niño que pega la nariz a la ventanilla del
auto vendiéndonos un mazapán.
Hoy, de camino a la
editorial, sentí un gran cariño por la ciudad de México. Esta urbe que en cada
esquina escupe construcciones y de la que salen automóviles hasta de las
alcantarillas. Disfruté cada semáforo en verde, el azul del cielo que se
esconde tras negras nubes que pronostican lluvia. Me hizo sonreír el ciclista
panadero que, sin el menor recato, se lanzó por avenida Patriotismo en sentido
contrario. “Eso solamente sucede en mi país”, pensé.
Creo que ya me volví tan aburrida que ni
siquiera me molestó esperar más de cinco minutos parada como tonta atrás de un
camión de basura del que, además del hedor, salían de la radio los gritillos
molestos de la desaseada voz de Paulina Rubio, acompañados por supuesto del
florido vocabulario de los barrenderos.
Un joven veinteañero jalando a más de
15 perros de raza fina y tres accidentes leves, fueron mis acompañantes por
Reforma Lomas, la majestuosa avenida en la que las desigualdades de México
provocan alergia hasta al menos sensible a las vicisitudes de la pobreza.
Ésta es mi amada y
odiada ciudad. Éste es el espacio urbano que me ha visto crecer, casarme, tener
hijos, divorciarme, ir a la universidad, correr al pediatra al primer estornudo
de Daniel o dolor de estómago de Lucía. El DF es mi ciudad.
Hoy me siento
reconciliada con este monstruo de contaminación de todo tipo, incluida la delincuencia sindicalizada o no, que nos ha hecho replegarnos y salir lo menos posible de noche o de día porque nos
tiene asoleados con su violentas prácticas.
Yo que hace menos de un lustro planeaba irme lejos, creo que ya no lo haría.
Los años y el crochet
sin duda me han hecho madurar.