jueves, 12 de agosto de 2010

Y ¿cómo decir que no?

"Nunca leas tus correos electrónicos en la mañana" decía el capacitador de un curso que tomé hace un par de días en la editorial. Al momento de escuchar la frase y pensar en lo adictos que nos hemos vuelto a la tecnología, le encontré todo el sentido del mundo a su recomendación.
Inmediatamente me vinieron a la cabeza  los minutos que le robamos al trabajo al dar un click en nuestra bandeja de entrada. El problema se agudiza cuando ésta es la de nuestro correo personal. Que es de la que se trata mi viaje de hoy.
¿Cómo no abrir los ojos y saborear la sorpresa que nos depara un e mail? Personalmente recibo más de 60 correos diarios en mi cuenta de la empresa. Una buena parte,  ¡requiere respuesta inmediata!
Sin embargo, los que realmente me urge abrir, leer y contestar son los que llegan a mis cuentas personales. No poder hacerlo es lo que más frustración me produce porque de alguna manera es no llegar a tiempo a la estación para alcanzar el tren de lo más hermoso de la vida: la comunicación humana plasmada en la pantalla de una computadora.
Durante varios meses me he dado a la tarea de tratar de entender el profundo sentido de los correos electrónicos, la desnudez del alma con la que nos presentamos en las redes sociales como Facebook, Twitter y los sitios electrónicos en donde los solitarios corazones piensan encontrar  a su comodín perdido en la vida amorosa.
¿Cómo no ansiar una tasa de café, temprano en la mañana, para acompañar nuestro arribo a la intimidad cibernética  de un correo electrónico y escuchar con los ojos los lamentos de nuestro recién divorciado amigo;   suspirar frente a las sensuales propuestas de un amante; sentir cómo se nos humedece la mirada al leer las nostalgias de un hijo que vive fuera, o sentir como propias las frustraciones de la hermana que descubrió a su marido engañándola con alguien más?
¿Con qué cara le cerramos los ojos al mundo que nos espera al prender nuestra computadora en busca de hablar y escuchar? que es lo que  muchos hacemos los fines de semana, incluso antes de levantarnos de la cama.
La soledad a la que nos ha llevado la vida en nuestras monstruosas ciudades, en la que tenemos que planear una cita con los amigos a veces hasta con un mes de anticipación, ha convertido al correo electrónico,  a nuestros 20 renglones de espacio en Facebook y a los 140 caracteres que nos regalan en Twitter en nuestros cómplices y mejores antídotos contra la melancolía y el desamparo.
Por dios santo, ¿cómo negarnos a la sinceridad con la que escribimos o leemos un correo electrónico? ¿Con qué cara decimos que no, o dejamos para más tarde, el mensaje que nos informa de la llegada de un e mail en el que sabemos alguien nos espera con ansiosos deseos de una respuesta?
Propongo que en las oficinas, esos escasos metros cuadrados que forman parte de la cotidianeidad,  nos den un par de horas al día para disfrutar de nuestra comunicación cibernética. Aunque pensándolo bien, los mails saben mejor cuando los leemos a escondidas y  bajamos la pantalla con cara de "ufff cuánto trabajo tengo el día de hoy", al ver llegar a nuestro compañero laboral.

viernes, 6 de agosto de 2010

Mis obsesiones de hoy

Cada día que pasa,  surge de lo más profundo de mi corazón una nueva obsesión. La de hoy son mis clases de cocina. Durante los más de 35 días, con sus aburridas noches, que pasé en cama debido a mi hepatitis, recibí la visita de dos hermanas. Pero no cualquier clase de hermanas. Se trata de esas que escogemos en la vida y no que nos impone el archivero genético de la sangre.  Ellas decidieron un sábado venir a cocinar y compartir conmigo y mi hijo Daniel un delicioso espagueti -cocinado en menos de 20 minutos- y una apetitosa ensalada verde que, además de satisfacer el estómago y saciar las tristezas del  alma, despertaron mis deseos de aprender a cocinar.
Trabajo todo el día y lo que menos tengo es tiempo para cocinar. Sin embargo, me di a la tarea de buscar clases de cocina los sábados y las encontré. 
Me pregunto porqué a estas alturas de la vida tengo la necesidad de aprender a cocinar. Durante mis 23 años de casada creo que nunca cociné. Afortunadamente he tenido junto a mi desde entonces, a una maravillosa mujer que lo hace para mi y crió a brazo partido conmigo a Daniel y a Lucía. Les enseñó a comer tortillas, frijoles y, hasta la fecha, les prepara lo que a los chavos se les ocurra.
Mis películas favoritas son las que tienen que ver con comida. Corrijo, más que con comida, con el arte de cocinar. Me parece fascinante comprobar con el paladar, en lo que puede convertirse una pasta empaquetada, una simple mandarina, unos nopales recién pesados en el puesto del mercado o la mezcla de vinagre, aceite de oliva, pimienta, salsa inglesa y un poco de mostaza.
En realidad más que aprender a cocinar por una obsesión, es como si de repente hubiera comprendido la parte emocional de la cocina: la felicidad que puede producir cocinar para otros, compartir con ellos lo que preparamos con nuestras manos, convertidas en herramientas de trabajo culinario por unas horas; paladear, con un buen vaso de vino -vetado temporalmente de mi mesa- lo que los amigos prepararon para compartir una velada con nosotros. 
Cocinar es, en cierta forma, honrar al otro. 
Así como amo escribir libros, dirigir la edición de revistas o ir a comprar un café a Starbucks con mi amiga Teresa para despejarnos de la rutina laboral, cocinar va a ser mi nueva debilidad. Y cuando sola, prepare mis primeros platillos, las invitadas de honor van a ser, obviamente junto a mis hijos, mis hermanas que aquel sábado me enseñaron lo placentero que puede ser picar cebolla, abrir una lata de alcaparras, compartir la receta de una pasta y el crujiente sonido al morder una lechuga.